Por Federico A. Martinez
Vivimos en una sociedad organizacional, donde las actividades del hombre requieren de un conjunto de normas de convivencia para maximizar la racionalidad de uso de los recursos, manteniendo una ética que permita la equidad y justicia en el acceso a los bienes sociales.
De esa manera, cuando una persona cede su asiento a una embarazada, subyacente esta la adhesión al principio de cuidado de la vida, del valor de la reproducción, etc., e inherente al acto de ceder el asiento, está el sacrificio de la comodidad propia a favor de valores que se estiman superiores. El sujeto que cede el asiento, ni la embarazada que lo recibe, se envuelvan en una discusión sobre la ética del acto. Probablemente a lo más que lleguen es a que el cedente note el esfuerzo de estar de pie de la señora, y esta a agradecer la urbanidad del gesto.
En este simple suceso están tipificados dos elementos base de la disciplina, la adscripción a una norma inducida por un valor superior y el sacrificio de la ventaja propia. La acción en sí misma, se realiza obedeciendo a un reflejo condicionado en la mayor parte de los casos. Y ahí está el meollo del tema.
La educación para la libertad es un valor que comparto plenamente. Creo que la época de las pelas cargadas de la ira y frustración de los padres es una aberración que debe quedar en el pasado, junto a la Santa Inquisición. Sin embargo, veo con preocupación, como los padres jóvenes crían a sus hijos casi con un premonitorio complejo de culpa. Los valores actuales incluyen que a los niños no se les puede pegar, hablar con violencia verbal, obligar, responder irracionalmente, ni ninguna conducta que implique violencia o irracionalidad.
Pero resulta que los niños no tienen la capacidad de entender conceptos abstractos como quemarse, decencia, infección o urbanidad. La incorporación de estos conceptos comienza como un reflejo condicionado al evento, como es pegarle los dedos a una olla caliente, o a la machacona irracionalidad de negarle algo, como "no interrumpas a los mayores". La más infame respuesta que se puede dar a un ser pensante es "porque yo lo digo"; sin embargo, es la única respuesta a preguntas como "porque tengo que dormir solo" de un infante. El acatamiento por parte del niño de ese mandato es la obediencia a la autoridad superior.
El temor a someter al niño a la obediencia por la violencia implícita en ello es una condición que se les está enseñando en el hogar. Sin embargo, la violencia es inherente a sus primeras enseñanzas de lo correcto y lo no, y a través de ella adquirirán los reflejos condicionados que desarrollen su urbanidad: tremenda paradoja.
La obediencia es una parte esencial del acto humano, sin la cual es imposible desarrollar una disciplina que nos permita vivir civilizadamente. La violencia implícita en el "porque yo lo digo" es la misma que implica pararse en un semáforo por que la luz esta roja. Si no viene nadie, usted igual se para y no pasa hasta que no se ponga verde. Si usted se pasa porque no viene nadie igual le ponen la multa; tremendamente irracional y violento, pero necesario para que el ordenamiento vial no dependa del juicio o ausencia de él de los conductores.
Los niños aprenden por imitación de sus mayores y las normas que estos le imponen, igual las sociedades. ¿Pararme en un semáforo? ¿Porqué, si Euclides no se para? ¿No robar? ¿Por qué si uno que daba clases en la UASD hoy le pagan un millón de pesos sólo porque es del partido? ¿Cumplir con la ley? ¿Por qué si uno que trafica chinos no lo pueden trancar porque es diputado?
Igual que el niño indisciplinado provoca el rechazo de sus amigos, maestros y familiares, la progresiva ausencia de disciplina en nuestra vida social hará que el país reclame la obediencia como necesidad de orden, aun a sacrificio de la libertad.
15 de agosto, 2010