lunes, febrero 26, 2007

La Función Regulatoria

Mi padre narraba de vez en cuando la historia de sus inicios como pulpero en el hospedaje de Santo Domingo en los años 30. Contaba que en su primer colmado tenía dos balanzas, una con el peso justo y otra a la que le faltaba una onza. Cuando un cliente se quejaba del peso de la mercancía él volvía a pesar, esta vez en el peso bueno, y ahí mismo, frente al marchante quejoso descolgaba el peso alterado y lo tiraba bajo el mostrador diciéndole “este malvado peso lo he mandado a arreglar veinte veces y siempre se daña”; seguía utilizando sólo el peso bueno hasta que ese grupo de compradores se marchaba. Una vez los testigos se habían ido, sacaba de nuevo el peso arreglado y lo ponía otra vez en servicio. Nunca terminaba el cuento sin agregar, dándose en el pecho: “Yo le he pedido mucho perdón a Dios después de eso”.

En la base del sistema de mercado está el supuesto de la Competencia Perfecta como fue descrita por Francis A. Walker en 1876. Este es el mercado donde hay entrada y salida libre de suplidores y consumidores, los productos son de similar calidad y disponibilidad, los consumidores tienen información completa sobre acceso y precios; nada más lejos del mercado dominicano.

El primer enemigo de la competencia perfecta es el monopolio. Por esa razón, los monopolios naturales, como son el suministro de agua, electricidad, recogida de basura y otros servicios públicos son suministrados o regulados por el estado. El “Consenso de Washington” recetó la privatización como mejor manera para que los países subdesarrollados nos organicemos para evitar la politiquería y el clientelismo, que daña y encarece estos servicios. Entre los países civilizados algunos favorecen el suministro privado, como los EEUU, y otros el estatal, como Francia, sin que se pueda discernir una clara ventaja de un modelo sobre otro. Los tollos surgidos de las privatizaciones inducidas por el Consenso de Washington lo que si han demostrado es que si el bien común es defendido de forma eficiente por entidades regulatorias que evitan que se abuse del consumidor, cualquier modelo funciona.

France Telecom estuvo bajo ataque en Francia al principio de los noventa por su servicio de telefonía inalámbrica deficiente; la respuesta fue un salto tecnológico que llevó de la prácticamente inexistente red celular al sistema GSM en menos de 5 años. República Dominicana, servida por un monopolio norteamericano, tuvo servicio celular de calidad antes que Francia, la apertura del mercado bajó el costo de la llamada y la competencia produjo la facturación por segundo. La competencia del sector privado y la función regulatoria parecen haber obrado bien en ese sector del mercado dominicano.

El sector eléctrico por el contrario no acaba de encontrar la vía de redención. La privatización de la industria eléctrica en República Dominicana no era una cuestión de elección: no había otra opción. 40 años de corrupción e ineficiencia produjeron un amasijo de plantas inútiles, mal dimensionadas, peor operadas y prácticamente sin mantenimiento. Por el lado de la transmisión el país estaba (y aún está) prácticamente aislado entre sur y norte. La distribución de electricidad se hacía (y se sigue haciendo) con pérdidas técnicas cuantiosas y el robo de los consumidores en contubernio con los empleados encargados del trabajo de campo. La respuesta a esta situación desesperada fue una privatización hecha de prisa, con un marco legal “copy & paste” sin análisis de la estructura donde se aplicaría. A los concursos de privatización vinieron muchos, pero sólo se presentó un oferente por cada compañía a ser privatizada y los encargados de la CREP se la asignaron a estos únicos concursantes en rechazo de la norma básica de licitación, de declarar desierto el concurso donde se presenta sólo una oferta. Hoy, con los mismos problemas de ayer, enfrentamos deficiencias en las cuales el marco legal es inoperante y se ha doblado tanto, que ha terminado en una calle sin salida, en la que sólo queda “pasar por go sin cobrar $200” y volver a empezar.

El sector financiero ha sufrido de déficit regulatorios cuyo costo ha sido brutal para la macroeconomía y para el ciudadano de a pie. La complacencia, y quien sabe que más, de políticos ineptos en un terreno altamente técnico permitió a cierta élite adinerada hacerse con entidades importantes del sistema financiero dominicano para convertirlo en su fuente de financiamiento personal y finalmente en origen de un boato mil anochezco. Cuando en medio del naufragio económico del 2003 hubo que pedir ayuda internacional, una de las principales condicionantes para otorgárnosla fue el desarrollo de una normativa regulatoria. Bancos, Seguros y Bolsa de Valores han sido en mayor o menor medida sacudidos por escándalos de diversas proporciones que han producido efectos negativos sobre el bienestar general de la nación. Hoy, con mayor o menor desarrollo regulatorio, estos sectores no son inmunes a desastres futuros.

El ejercicio de la función regulatoria es probablemente uno de los más delicados que existe en cualquier estado. La meta primaria es proteger la provisión del servicio a los consumidores en cantidad, calidad y precio adecuado. Se tiene como meta final la salud del sistema, fomentando su desarrollo sostenible y socialmente responsable. Se requiere una calidad especial de persona para realizar una buena labor sabiendo que el paso por la función no depende de la eficacia de su ejecución, si no de su afiliación partidaria.

La independencia de las autoridades regulatorias es un prerrequisito para el desarrollo de esa función con atención a las metas superiores y no con la vista puesta en las próximas elecciones.
En los países desarrollados esos puestos son por elección, donde los candidatos se exponen al escrutinio público y su currículo es debatido en los medios. En otros, son nominados por el poder ejecutivo y ratificados por el poder legislativo en vistas públicas; en todos la incumbencia es muy larga, desde siete años hasta vitalicio, con edades de retiro dilatadas.

La calidad de la función regulatoria no es de las cosas que se ven en el corto plazo, sin embargo, cuando se hace patente su inoperancia es por vía de eventos catastróficos. Ahora que tenemos algunas entidades regulatorias bien, otras mal, unas en vías de arreglarse y otras congeladas en el tiempo, es el momento de tomar medidas constitucionales que garanticen la independencia de la actividad regulatoria de los vaivenes del gobierno. Para que el próximo desastre no nos ponga a buscar culpable, actuemos ahora para lograr que estas funciones, de las que depende el bienestar general, no sean parte del botín del partido político ganador de las próximas elecciones.

LOS QUE QUEREMOS LA DECENCIA SOMOS MÁS
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